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Home Ficción

Un ataque de cinco actos (con Bitcoin) – Parte I

Green Valley es un pueblo desierto y él acaba de salir de una explosión. Eso es todo lo que sabe.

por Isabel Pérez
2 junio, 2019
en Ficción
Tiempo de lectura: 7 minutos
Ataque-cinco-actos-bitcoin-I

Imagen destacada por Fotomicar / stock.adobe.com

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  • Alguien despierta en medio de un pueblo abandonado, sin saber quién es...
  • Una pista de su propósito está muy cerca.

El mundo se movía como un terremoto a punto de devorarlo y una serpiente roía sus sienes sin piedad. Gimió con los ojos apretados, viendo puntos luminosos entre la oscuridad y sus dientes rechinantes. El mundo era un zumbido de dolor y polvo invadiendo sus pulmones, su boca y sus sentidos.

Recordó apenas que tenía brazos cuando estos abrazaron su propio pecho. Más allá del luminoso martilleo dentro su cerebro, notó que también cada uno de sus miembros latía con espinas. Un solo pensamiento fue capaz de abrirse paso en medio del caos: tenía que salir de ahí. En ese mismo instante.

Sus ojos se abrieron solo para ver que estaba en medio de escombros. Algo no muy sorprendente, teniendo en cuenta sus condiciones actuales. El techo de lo que parecía ser el piso de un edificio se había venido abajo, con todo lo que incluía el piso superior: escritorios, computadoras, sillas, mesas… todo roto, rodeándole.

Respirando superficialmente, no tardó en notar que la única razón por la que no estaba muerto era porque había logrado meterse debajo de una mesa de metal. Sin embargo, tampoco había salido demasiado ileso. Tenía amoratados los brazos y un corte emergiendo como una flor sangrante en la tela de su jean, en la pierna derecha. Tampoco podía pensar muy bien. El más mínimo respiro era confuso, borroso, inquietante…

Cuando intentó levantarse, descubrió que algo se aferraba a su pierna izquierda. Parpadeó varias veces para enfocarlo y su estómago se estrujó al reconocer dedos humanos. Una mano era lo que se aferraba a su tobillo.

Gritó, alejándose, arrastrándose entre las piedras. La mano lo dejó ir sin oponer resistencia y su aturdido cerebro procesó pronto el porqué: el cuerpo al que pertenecía estaba enterrado bajo trozos y más trozos de roca. Su acompañante (¿o perseguidor?) no había tenido la misma suerte que él durante el derrumbe.

Su aliento se aceleró, mirando hacia cada rincón de la sala destrozada. Una salida. Tenía que encontrar una salida. La mayor parte de la luz gélida que llegaba hasta él venía desde arriba, donde había estado el piso superior, pero más allá, entre algunos trozos de madera, metal y roca, se colaba un rayo delator. Corrió hacia allí, medio cojeando, y empezó a apartar los escombros para abrirse paso.

Un solo pensamiento llenaba su mente: tenía que salir de ahí. Tenía que salir de ahí, tenía que correr.

Se hizo numerosos arañazos en las manos y un par de gotas rojas cayeron sobre rocas polvorientas como un inicio de lluvia. Apenas miró, pero supuso, en medio de su frenesí por escapar, que la cabeza no le dolía tanto por nada.

No se detuvo hasta despejar el camino de una ventana lo suficiente para asomarse por ella. Para su inmensa fortuna, estaban en una planta baja, así que saltó. Saltó y corrió y corrió y corrió, lejos de allí. Tenía que salir de ahí. Tenía que salir de ahí…

No fue sino tres cuadras después que se detuvo, jadeante, con una nueva sensación de pánico invadiéndole. Miró a su alrededor. Junto a las casas, había numerosas tiendas: una pastelería, una sastrería, un café, electrodomésticos… autos estacionados junto a las impecables aceras. Buzones de correo, postes de luz eléctrica. La carretera bien pavimentada por la que corría y una vista espléndida hacia una azulada cadena montañosa en el horizonte.

Pero no había nadie. Nadie en lo absoluto, a su alrededor. No se escuchaban bocinas, ni radios, ni música. Solo su respiración, agitando la fría mañana.

Vacilante, decidió entrar a la sastrería. El anuncio cantaba “abierto” al igual que la campanilla, pero no había nadie tras la mesa de la recepción.

— ¿Hola? —decidió llamar.

No obtuvo respuesta alguna.

— ¿¡Hola!? —subió el tono, pero no sirvió de mucho.

No había nadie allí. Así que sólo se volteó hacia el espejo de cuerpo entero que remataba una de las paredes.

Desde allí, con total incertidumbre, unos ojos azules le devolvieron la mirada. Una mancha roja humedecía sus alborotados cabellos rubios a la altura de su sien derecha y su cuerpo alto y atlético estaba cubierto de polvo gris, desde la chaqueta hasta las botas de cuero. Llevaba una placa de metal alrededor del cuello, algo que no había notado antes.

Pero ese rostro… reconocía ese rostro, mas, a la vez, no. Por primera vez desde su despertar, las preguntas se abrieron paso en medio del miedo.

¿Quién era él? ¿Por qué no lograba recordarlo? ¿Y dónde estaba?

*

Green Valley. Aparentemente, allí era donde estaba, según algunos anuncios que pudo ver en las esquinas de calles por completo desiertas. También en la comisaría, que se anunciaba sola con un gran anuncio encima del establecimiento: Policía de Green Valley. Sin embargo, ese nombre poco significaba para él.

¿Dónde estaban todas las personas que vivían allí? Porque era evidente que habían vivido allí hasta hacía no mucho tiempo. Todo estaba limpio, organizado. Los semáforos funcionaban. El pan y los pasteles de la pastelería no estaban calientes, pero sí frescos aún. Muchas tiendas se habían dejado efectivo en las cajas, sin más. Daba la impresión que, debido a alguna alerta inexplicable, todos habían salido ¿corriendo? de inmediato en bandada, con solo lo puesto. Y sin autos…

Aquella era una idea de por sí inquietante. ¿Cómo habían escapado, en helicópteros? ¿De qué estarían huyendo? ¿Seguía rondando eso, fuera lo que fuera, Green Valley, o tal vez ya había pasado?

Él mismo no sabía por qué había sentido semejante horror al despertar. Quería huir, pero no sabía por qué. Él y la persona que se había aferrado a su pierna parecían ser los últimos que quedaban en todo ese pueblo. Estuvo paseando entre las calles y casas durante horas, intentando llamar a alguien, quien fuera, sin éxito alguno. Cada rincón estaba desierto… y no había que ser un genio —o recordar— para saber que aquella emigración masiva debía tener una poderosa razón detrás. Tenía que salir de allí cuanto antes.

Usar computadoras o teléfonos para intentar pedir ayuda también le resultó inútil. No había señal de ningún tipo allí. A pesar de que la infraestructura parecía intacta, ni un rastro de señal del mundo exterior penetraba en Green Valley. Así que optó por tomar prestado uno de los autos abandonados y empezar a buscar la salida por sí mismo.

Mientras conducía (sabía conducir, ok, otro buen dato sobre sí mismo…), sus ojos recayeron sobre el reflejo de su propio rostro en el retrovisor y la cadena que se adivinaba sobre la camiseta, la cual también había tomado prestada para cambiarse en una de las casas vacías.

Había examinado la placa de metal que colgaba de su cuello, pero esta le había dicho poco. Un símbolo de Ying y Yang en la parte frontal y metal limpio en la posterior. Al parecer, no tenía una función más allá de lo decorativo. No llevaba cartera encima para ver alguna posible identificación, y tampoco teléfono. Era muy extraño, pero sus únicos objetos personales parecían ser sus ropas —ya desechadas— y la placa. Tal vez había perdido el resto durante el derrumbe.

Sin embargo, no quiso volver al edificio derruido. No sabía qué había ocasionado el derrumbe ni porqué había estado allí con alguien más, pero algo gritaba en sus entrañas ante la perspectiva de regresar a ese lugar. Algo le seguía gritando que tenía que salir de Green Valley, pronto…

Con un nuevo nudo en la garganta, dos horas después, descubrió que la carretera no llevaba a ninguna salida. Rodeaba todo el pueblo, pero nada más. No conectaba con otra en el exterior. Eso explicaría por qué nadie había usado autos para huir… pero, ¿qué clase de pueblo tenía carreteras que no conectaban con el exterior?

Frustrado, frenó en una curva junto a altos pinos, tomó la mochila que había preparado con provisiones y decidió adentrarse en el bosque que rodeaba el pueblo. Tenía que haber una salida.

Respiró hondo y aferró el colgante con toda la fuerza de su puño. El bosque parecía ser la única posibilidad de escape, pero, ¿en verdad era sabio adentrarse cuando el sol estaba cayendo? Podría haber lobos, osos, serpientes…

Para su sorpresa, algo hizo “click” dentro de su puño. Bajó la vista, lo abrió y notó que el colgante, en realidad, tenía dos capas. Bajo la presión, se había abierto la segunda para revelar que la parte trasera al símbolo no estaba tan vacía como había pensado en principio.

Varias palabras estaban grabadas allí. Doce, para ser más exactos. No era un mensaje, de eso estaba seguro. Lucían como palabras al azar… ¿quizás un código?

— Es una llave privada —musitó, para su propia sorpresa.

Y parpadeó. Sí. Esa era la respuesta. Era una llave privada de una cartera de bitcoins. No tenía idea de cómo lo sabía, pero necesitaba una computadora… o algo similar.

Siguiente capítulo: Un ataque de cinco actos (con Bitcoin) – Parte II


Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.

Etiquetas: Bitcoin (BTC)FicciónWallets (Billetera)
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Publicado: 02 junio, 2019 10:14 pm GMT-0400 Actualizado: 04 junio, 2024 11:35 pm GMT-0400
Autor: Isabel Pérez
Profesional en Letras. Apasionada de la lectura, la escritura, la investigación y las criptomonedas.

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